Trump encarnó una nueva era de imperialismo performativo: la paz ya no se construye con diplomacia, sino con titulares vacíos y alianzas tácticas al servicio del espectáculo. Su figura no es la del negociador, sino la del actor principal en un guion donde la guerra es rentable y la verdad prescindible.
Su política exterior fue una pantomima sostenida por el complejo militar-industrial y legitimada por la ultraderecha global. Al declarar apoyo incondicional a Netanyahu y blanquear la ocupación de Palestina, convirtió el genocidio en un tema de marketing electoral. Con Ucrania repitió el libreto: propaganda, postureo y ningún compromiso real.
Mientras vendía humo sobre su supuesta capacidad para frenar la Tercera Guerra Mundial, autorizaba ventas masivas de armas, debilitaba organismos multilaterales y estrechaba lazos con regímenes autoritarios. No promovía la estabilidad, sino el caos controlado que permite a las élites beneficiarse del miedo y la destrucción.
Trump no es un pacificador, es el síntoma de un sistema que ha sustituido la ética por el espectáculo y la soberanía de los pueblos por la rentabilidad del conflicto. Su legado no será la paz, sino la normalización de la violencia como estrategia política.
Spanish Revolution.
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