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viernes, 23 de marzo de 2012

ARTÍCULO: Constructores de personas

Eugenia Jiménez Gallego
Psicóloga y orientadora de Secundaria

HOY se habla mucho en televisión

de la generación
nini,

la que no quiere ni estudiar

ni trabajar, sólo pasarlo

bien, y vivir de sus padres

hasta que pueda vivir de sus hijos. Aunque

es muy injusto considerar que ése es un retrato

ajustado a la mayoría de nuestros jóvenes,

sí que debemos reconocer que existe un

porcentaje creciente de ellos que asume ese

ideario. Y cuando los padres de esos chicos

y chicas vienen a entrevistarse con la orientadora

del instituto, buscando una salida,

hay algunas frases que repiten una y otra

vez, y en las que resumen -sin saberlo- el

origen de sus desventuras.

"No sé por qué se comporta así, ¡si se lo

hemos dado todo!". "Me da mucha pena la

criatura" (esas "criaturas" de un metro

ochenta-, de las que se compadecen porque

tienen que madrugar para ir a clase, o porque

no les gusta estudiar). "Ya tendrá tiempo

para sufrir". Todas estas sentencias comparten

una ceguera sorprendente para

cualquier observador externo, que comprende

que el exceso de caprichos y la falta

de contacto con la realidad son una peligrosa

combinación. Pero, sobre todo, comparten

una ausencia total de visión de futuro.

Porque para educar a personas que puedan

ser relativamente felices en su vida adulta

es necesario restarles placeres en el presente:

enseñarles que no pueden tenerlo todo

ni ya, que no siempre tienen razón, que no

pueden ser siempre los primeros.

Sabiduría'popular que hoy parecemos haber

olvidado, porque los trabajadores hemos

estado educando a nuestros hijos tan

mimados como a señoritos de cortijo, con la

desventaja de que no tenemos mayordomos

ni capitales que dejarles enherencia,ynolos

hemos preparado para la vida real. Una frase

que se oyó hasta la saciedad en mi casa fue

"tenemos que criar hijos, no tontos". Y por

ello nos enseñaron a fregar, a poner la mesa,

a conducir un coche. Luego nos costearon

una carrera universitaria, esperando que no
nos hiciera falta todo lo que nos habían enseñado,

pero se quedaron con la tranquilidad

de habernos pertrechado para el mundo.

Mi padre ha fallecido muy recientemente,

y su recuerdo me inspira mientras escribo

este artículo. En muchos aspectos, en su

forma de ejercer la paternidad, fue un señor

adelantado a su tiempo. Durante los

viajes en coche nos entretenía, intentando

estimularnos, con adivinanzas y trabalenguas.

Nos ayudaba con las tareas escolares,

y hasta colaboraba con mi madre para

arreglarnos. Esos pequeños detalles que

son cotidianos para los padres de hoy, pero

que no lo eran en absoluto en los setenta.

Sin embargo, tanto él como mi madre tuvieron

siempre muy claro que estaban ayudando

a crear una personita, y en ese sentido

no se mostraron modernos en absoluto.

A pesar de que estaban en condiciones de

hacerlo, no me compraban lo que les iba pidiendo

a cada paso, como cualquier chiquilla.

Me dejaron muy claro que debía hablarles

con respeto, a ellos y a todos mis mayores.

Me corrigieron la pronunciación, la pereza,

la forma de sentarme y hasta los andares.

Y no quiero decir con ello que comulgue

con todas sus enseñanzas, pero sí con

esa visión de estar participando en la construcción

de un ser humano, poniéndole límites

y frustrando en muchas ocasiones

sus deseos para fortalecer su carácter.

Aquel concepto que ya nos suena tan añejo

de "hacer de ella una persona de bien". Porque,

aunque hoy tanto avance en la investigación

genética nos haga pensar que esto

del carácter viene fijado ya en el nacimiento,

sabemos con certeza que la educación,

especialmente la familiar, es determinante

en el desarrollo dé nuestra personalidad.

En este sentido, otro refrán que mi padre

nos repetía, y quizá el que más tiempo me

costó comprender, fue el de "mejor que lloren

los hijos que no que lloren los padres".

Una Eugenia adolescente se rebelaba ante

la idea de que alguien tuviese que llorar necesariamente,

pero cuando hoy veo a tantas

familias desconsoladas ante la falta de

futuro de sus retoños descarriados, no puedo

evitar recordar esa frase. Probablemente

lloré cuando no conseguí de inmediato

aquel juguete o cuando no tuve permiso

para volver a casa de madrugada cuando lo

hacían otros amigos de mi edad, pero ahora

entiendo que si mis progenitores hubieran

tenido que llorar por mi causa, yo habría

perdido aún más que ellos.

No sé si sabrán ustedes que la Unesco ha

declarado recientemente a la dieta mediterránea

patrimonio de la humanidad, por

su contribución a una vida saludable. Pues

debiera hacer lo mismo con muchas recetas

de sabiduría mediterránea, cocinadas

en forma de refrán, que tan importantes

han sido también para nuestra salud. Como

aquél: "el arbolito, derechito desde

chiquitito". Que les aproveche.

Hemos estado educando a

nuestros hijos como a los

señoritos del cortijo, y eso encierra

un problema: que no tenemos

mayordomos ni capitales que

dejarles y ellos abandonan el nido

sin estar curtidos para la vida

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