Resulta que en la década prodigiosa del pelotazo, cuando media España
se lo llevaba caliente a casa, cuando un encofrador sin estudios se
embolsaba tres mil euros, cuando hasta el último garrulo montaba una
constructora y en connivencia con un par de concejales se forraba sin
cuento, cuando un gañán que no sabía levantar tres ladrillos a
derechas se paseaba en Audi, los funcionarios aguantaban y penaban.
Nadie se acordaba de ellos. Eran los parias, los que hacían números
para cuadrar su hipoteca, hacer la compra en el Carrefour y llegar a
fin de mes, porque un nutrido grupo de compatriotas se estaba haciendo
de oro inflando el globo de la economía hasta llegar a lo que ahora
hemos llegado.
Y ahora que el asunto explota y se viene abajo, la culpa del desmadre
es de los funcionarios. Los alcaldes, diputados y senadores que
gobiernan la cosa pública a cambio de una buena morterada no son
responsables de nada y nos apuntan directamente a nosotros: somos
demasiados, hay que ultracongelarnos, somos poco productivos. Los
responsables bancarios que prestaron dinero a quienes sabían que no
podrían devolverlo tampoco se dan por aludidos. Todos los
intermediarios inmobiliarios, especuladores, amigos de alcalde y
compañeros de partida de casino de diputado provincial no tenían
noticia del asunto. Nosotros sí. Como diría José Mota: ¿Ellos? No.
¿Nosotros? Sí. Siendo así, ¿ellos? No. Por tanto, ¿nosotros? Sí.
La culpa, según estos preclaros adalides de la estupidez, es del juez,
abogado del estado, inspector de hacienda, administrador civil del
estado que, en lugar de dedicarse a la especulación inmobiliaria a
toca teja, han estado cinco o seis años recluidos en su habitación,
pálidos como un vampiro, con menos vida social que una rata de
laboratorio y tanto sexo como un chotacabras, para preparar unas
oposiciones monstruosas y de resultado siempre incierto, precedidas,
como no podía ser de otra forma, de otros cinco arduos años de
carrera. Del profesor que ha sorteado destinos en pueblos que no
aparecen en el mapa para meter en vereda a benjamines que hacen lo que
les sale de los genitales porque sus progenitores han abdicado de sus
responsabilidades. Del auxiliar administrativo del Estado natural de
Écija y destinado en Barcelona que con un sueldo de 1000 euros paga un
alquiler mensual de 700 y soporta estoicamente que un taxista que gana
3000 le diga joder, que suerte, funcionario.
La culpa es nuestra. A poco que nos descuidemos nosotros los
funcionarios seremos el chivo expiatorio de toda una caterva de
inútiles, vividores, mangantes, políticos semianalfabetos, altos
cargos de nombramiento digital, truhanes, pícaros, periodistas
ganapanes y economistas de a verlas venir que sabían perfectamente que
el asunto tarde o temprano tenía que petar, pero que aprovecharon a
fondo el momento al grito de ¡mientras dure dura! y que ahora, con esa
autoridad que da tener un rostro a prueba de bomba, se pasan al otro
lado del río y no sólo tienen recetas para arreglar lo que ellos mismo
ayudaron a estropear, sino que, además, han llegado a la conclusión de
que los culpables son... ¡¡tachán!!...los funcionarios.
Soy funcionario. Y además bastante recalcitrante: tengo cinco títulos
distintos. Ganados compitiendo en buena lid contra miles de
candidatos. ¿Y saben qué? No me avergüenzo de nada. No debo nada a
nadie (sólo a mi familia, maestros y profesores). No tengo que pedir
perdón. No me tocó la lotería. No gané el premio gordo en una tómbola.
No me expropiaron una finca. No me nombraron alto cargo, director
provincial ni vocal asesor por agitar un carnet político que nunca he
tenido.
Aprobé frente a tribunales formados por ceñudos señores a los que no
conocía de nada. En buena lid: sin concejal proclive, pariente
político, mano protectora ni favor de amigo. Después de muchas noches
de desvelos, angustias y desvaríos y con la sola e inestimable
compañía de mis santos cojones. Como tantos y tantos compañeros
anónimos repartidos por toda España a los que ahora algunos mendaces
quieren convertir, por arte de birli-birloque, en culpables de la
crisis.
Amigos funcionarios, estamos rodeados de gente muy tonta y muy hija de puta.
PD. Si alguien, en cualquier contexto, os reprocha –como es frecuente–
vuestra condición de funcionario os propongo el refinado argumento que
yo utilizo en estos casos, en memoria del gran Fernando Fernán-Gómez:
váyase Usted a la mierda, hombre, a la puta mierda.
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