Perseguidos por el hambre, las guerras, la injusticia, la sombra de los poderosos, la religión o el fanatismo, las gentes dejan sus hogares y sus paisajes para adentrarse en geografías, lenguas y culturas distintas en el intento de iniciar una nueva vida o simplemente para salvar el pellejo.
Siempre ha sido así y en todos los tiempos, desde que el hombre empezó a caminar erguido. No debe extrañarnos porque cada uno de nosotros lleva un emigrante dentro, solo hace falta una razón lo suficientemente poderosa o peligrosa para que iniciemos el camino hacia lo ignoto. Todos los países han tenido su éxodo. Españoles a América Latina; irlandeses a Norteamérica: ingleses a Australia; italianos a Argentina; alemanes repartidos desde Canadá a Chile y judíos por todo el mundo, solo por citar algunos ejemplos. Pueblos y ciudades gallegas, asturianas, irlandesas o italianas, se quedaron vacías porque sus hijos marcharon a través de los océanos a buscar una vida mejor en lugares abiertos y libres, donde el espacio y la oportunidad eran posibles.
Europa es vista de esa manera por miles de seres maltratados por la pobreza, la persecución y los locos de siempre. Si antaño otros continentes eran jóvenes y fértiles, ahora Europa se encuentra vieja, cansada y en plena crisis. Pero sigue siendo el lugar donde nacieron las libertades y la democracia, el crisol de la revoluciones, la esperanza para muchas gentes. No podemos defraudarles. No debemos escuchar a los pusilánimes ni a los intolerantes que nos hablan de pérdidas de empleo, masificación de la enseñanza o de la sanidad pública, de esos hándicaps ya se andan ocupando los conservadores europeos desde mucho antes de las últimas oleadas migratorias. Son esas gentes a quienes les conmueven las lágrimas de sus hijos porque ha perdido su equipo de fútbol o se ha casado su estrella favorita, que son capaces de llorar en el cine cuando el pingüino o el pececito de los dibujos animados encuentra al fin a su padre, pero que se muestran indiferentes y distantes ante la fotografía de un niño emigrante de tres años ahogado frente a cualquier playa europea. Son aquellos que dicen que el negocio armamentístico no se puede parar y que hay que seguir armando a los iluminados y a los violentos porque así es la economía de mercado y luego se rasgan las vestiduras porque los negritos del top manta desafían a las autoridades de las playas donde veranean.
Estamos ante un drama terrible, que cada día se cobra vidas humanas. Sin embargo, no se trata simplemente de acoger a cuantos llegan, hay que planear el futuro y tratar de remediar los problemas en su origen. En las tierras africanas, condonando las deudas de la América latina, solventando diplomáticamente la situación en Siria o con la intervención de los organismos internacionales; pero rápido. Tal vez no seamos lo suficientemente fuertes para llegar a todo, pero sí nos alcanza para salvar a la Banca, salvaje y opresora; sí hay dinero para pagar generosamente a miles de políticos inútiles; sí hay medios militares cuando el peligro se cierne sobre naciones con recursos económicos o donde el capital tiene intereses. Somos tan hipócritas como el explotador que se lamenta de que su gato no come bien o porque han bajado sus rendimientos en bolsa por culpa de los chinos, mientras fabrica chocolate pagando una miseria a sus trabajadores y siempre al borde de la ilegalidad sanitaria y laboral.
Tiene que haber un hueco para los que huyen y una esperanza para los que prefieren quedarse en sus lugares y seguir luchando, y el mundo rico y libre tiene sus responsabilidades, no en vano todas esas naciones nuevas o ancestrales fueron colonias europeas y sufrieron opresión, explotación y esclavitud. Mirar hacia otra parte sería traicionar a nuestros propios emigrantes y a la Humanidad.
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