Mañana, día 5 de octubre, se celebra el Día Mundial de los Docentes. En el año 1993, la Internacional de Educación (IE) y la UNESCO tuvieron la feliz idea de dedicar un día a subrayar la importancia que tienen en la sociedad los profesionales que se dedican a la educación en cualquiera de sus niveles. Ya sé que dedicar un día a una conmemoración puede llevar a pensar que en el resto de los días del año, no cabe hacer lo mismo. Yo creo que es bueno llamar la atención sobre el decisivo papel que tienen los docentes y las docentes en la tarea de hacer progresar a las personas y a las sociedades. “La historia de la humanidad es una larga carrera entre la educación y la catástrofe”, decía Herbert Wells.
¿Merece la pena ser profesor hoy? Sí, claro que sí. No digo sólo que merezca la pena que haya profesores y profesoras, sino que merece la pena serlo. Digo que esta tarea, en sí, y hoy especialmente, es admirable, apasionante, decisiva y retadora.
Voy a plantear algunas razones por las que merece la pena ser profesor hoy (digo profesor y no maestro para incluir en el término a docentes de todos los niveles, aunque me gusta la palabra maestro) y por las que el profesor debe ser ayudado y respetado. Todas ellas se basan en la valoración de la tarea educativa que realizan.
¿Merece la pena ser profesor hoy? Sí, claro que sí. No digo sólo que merezca la pena que haya profesores y profesoras, sino que merece la pena serlo. Digo que esta tarea, en sí, y hoy especialmente, es admirable, apasionante, decisiva y retadora.
Voy a plantear algunas razones por las que merece la pena ser profesor hoy (digo profesor y no maestro para incluir en el término a docentes de todos los niveles, aunque me gusta la palabra maestro) y por las que el profesor debe ser ayudado y respetado. Todas ellas se basan en la valoración de la tarea educativa que realizan.
Porque la educación es una tarea imprescindible: enunciamos problemas sangrantes de todo tipo. Buscamos soluciones en mil sitios. Y olvidamos frecuentemente la educación como medio supremo. Hacen falta, pues, profesionales (los mejores de un país) capaces de ayudar a las personas a crecer, de enseñarlas a convivir, de abrirlas el camino del bien y de la verdad.
Porque la educación es una tarea difícil (y arriesgada): consiste en trabajar con “materiales” complejísimos (concepciones, conocimientos, sentimientos, emociones, valores, ideas, creencias, expectativas…). Es difícil también porque cada persona es un mundo diferente. Y porque hoy aparecen en la cultura invitaciones potentes a recorrer caminos equivocados. Ante la dificultad puede uno reaccionar con desaliento o con dinamismo. La dificultad se puede vivir como castigo o como reto.
Porque la educación es una tarea enriquecedora para quien la recibe y para quien la realiza. No hablo de dinero (aunque no se debe olvidar esta faceta). Hablo de otro tipo de enriquecimiento. Si se pretendiese incentivar la profesión docente sólo con dinero, ¿no acudirían a ella los más avaros en lugar de los más generosos? Trabajar con seres humanos encierra una posibilidad enorme de desarrollo personal y social.
Porque la educación es una tarea colegiada: no se puede entender esta profesión desde una perspectiva individualista. Cuando se vive en solitario se consigue menos y se pasa peor. No hay niño que se resista a diez profesores que estén de acuerdo. Se trabaja con otros en el momento presente y con todos los que antes y después intervendrán en la tarea educativa.
Porque la educación es una tarea gratificante: se insiste en los problemas de la profesión, en sus facetas amargas. Se habla menos de sus dimensiones gratificantes, de sus estímulos, incomparables a los que brinda cualquier otra profesión. ¿Qué hay semejante a ese alumbramiento en el saber, en la honestidad y en la convivencia que es la tarea de educar? ¿Qué hay comparable al hecho de ayudar a que las personas sean más inteligentes, más bondadosas, más felices?
Porque la educación es una tarea histórica: los profesores constituyen eslabones silenciosos en la cadena que conduce a la humanidad hacia el progreso y la mejora. ¿Qué hubiera sido del mundo y de la historia sin los maestros? Quienes tienen conocimiento tratan de utilizarlo en su beneficio (y de esconderlo a los competidores). Sin embargo, los profesores y las profesoras forman un grupo humano que tiene por oficio compartir todo lo que saben, transmitir a otros sus conocimientos, despertar en otros el deseo de aprender.
Porque la educación es una tarea inmortal: Dice el pedagogo brasileño Rubem Alves en un hermoso libro titulado “La alegría de enseñar” “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra. Así, el profesor no muere nunca…”.
Porque la educación es una tarea difícil (y arriesgada): consiste en trabajar con “materiales” complejísimos (concepciones, conocimientos, sentimientos, emociones, valores, ideas, creencias, expectativas…). Es difícil también porque cada persona es un mundo diferente. Y porque hoy aparecen en la cultura invitaciones potentes a recorrer caminos equivocados. Ante la dificultad puede uno reaccionar con desaliento o con dinamismo. La dificultad se puede vivir como castigo o como reto.
Porque la educación es una tarea enriquecedora para quien la recibe y para quien la realiza. No hablo de dinero (aunque no se debe olvidar esta faceta). Hablo de otro tipo de enriquecimiento. Si se pretendiese incentivar la profesión docente sólo con dinero, ¿no acudirían a ella los más avaros en lugar de los más generosos? Trabajar con seres humanos encierra una posibilidad enorme de desarrollo personal y social.
Porque la educación es una tarea colegiada: no se puede entender esta profesión desde una perspectiva individualista. Cuando se vive en solitario se consigue menos y se pasa peor. No hay niño que se resista a diez profesores que estén de acuerdo. Se trabaja con otros en el momento presente y con todos los que antes y después intervendrán en la tarea educativa.
Porque la educación es una tarea gratificante: se insiste en los problemas de la profesión, en sus facetas amargas. Se habla menos de sus dimensiones gratificantes, de sus estímulos, incomparables a los que brinda cualquier otra profesión. ¿Qué hay semejante a ese alumbramiento en el saber, en la honestidad y en la convivencia que es la tarea de educar? ¿Qué hay comparable al hecho de ayudar a que las personas sean más inteligentes, más bondadosas, más felices?
Porque la educación es una tarea histórica: los profesores constituyen eslabones silenciosos en la cadena que conduce a la humanidad hacia el progreso y la mejora. ¿Qué hubiera sido del mundo y de la historia sin los maestros? Quienes tienen conocimiento tratan de utilizarlo en su beneficio (y de esconderlo a los competidores). Sin embargo, los profesores y las profesoras forman un grupo humano que tiene por oficio compartir todo lo que saben, transmitir a otros sus conocimientos, despertar en otros el deseo de aprender.
Porque la educación es una tarea inmortal: Dice el pedagogo brasileño Rubem Alves en un hermoso libro titulado “La alegría de enseñar” “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra. Así, el profesor no muere nunca…”.
Por todo ello quiero hacer una llamada a los profesionales para que vivan su profesión con el compromiso, con la exigencia y con el entusiasmo que puede suscitar. Así se ganarán el respeto y la admiración del alumnado, de las familias y de la sociedad.. A los estudiantes para que, de la mano de sus maestros, se esfuercen en recorrer el camino del saber. A las autoridades para que faciliten a los docentes la formación inicial y permanente, los medidos y las condiciones necesarias para ejercer dignamente su función. A las familias y a la sociedad para que valoren, ayuden y quieran a los profesores y a las profesoras.
Comparto el hilo argumental de Manuel Rivas en un artículo titulado “Amor y odio en las aulas”: “La escuela se ha vuelto más conflictiva porque cada vez alberga más tiempo de vida, más complejidad. Es el espacio de la familia y de la relación comunitaria lo que se ha achicado. Para muchos adolescentes, la amistad, y también el odio, tiene por principal y casi única vía la puerta del colegio o del instituto. La conflictividad no es tanto un rechazo como un SOS”.
Dice el filósofo Emilio Lledó: “Enseñar es una forma de ganarse la vida pero, sobre todo, es una forma de ganar la vida de los otros”. No se gana la vida de los otros metiendo en su cabeza datos y conocimientos inertes sino enseñándoles a pensar y a convivir. “Excelente maestro es aquel que, enseñando poco, hace nacer en el alumno un deseo grande de aprender”, dice Arturo Graf.
Esta es una tarea que, arrastrada como un castigo, resulta insoportable y que, vivida con entusiasmo, resulta apasionante. Para vivirla con alegría hay que tener sobre ella un conocimiento especializado y amarla profundamente. Hay, sobre todo, que amar a los alumnos. Esta es una tarea de cabeza y de corazón. Los alumnos tienen un radar que les permite saber qué profesores y profesoras se preocupan de verdad por ellos. El título de un reciente libro noruego dice que los alumnos aprenden de aquellos profesores a los que aman.
Comparto el hilo argumental de Manuel Rivas en un artículo titulado “Amor y odio en las aulas”: “La escuela se ha vuelto más conflictiva porque cada vez alberga más tiempo de vida, más complejidad. Es el espacio de la familia y de la relación comunitaria lo que se ha achicado. Para muchos adolescentes, la amistad, y también el odio, tiene por principal y casi única vía la puerta del colegio o del instituto. La conflictividad no es tanto un rechazo como un SOS”.
Dice el filósofo Emilio Lledó: “Enseñar es una forma de ganarse la vida pero, sobre todo, es una forma de ganar la vida de los otros”. No se gana la vida de los otros metiendo en su cabeza datos y conocimientos inertes sino enseñándoles a pensar y a convivir. “Excelente maestro es aquel que, enseñando poco, hace nacer en el alumno un deseo grande de aprender”, dice Arturo Graf.
Esta es una tarea que, arrastrada como un castigo, resulta insoportable y que, vivida con entusiasmo, resulta apasionante. Para vivirla con alegría hay que tener sobre ella un conocimiento especializado y amarla profundamente. Hay, sobre todo, que amar a los alumnos. Esta es una tarea de cabeza y de corazón. Los alumnos tienen un radar que les permite saber qué profesores y profesoras se preocupan de verdad por ellos. El título de un reciente libro noruego dice que los alumnos aprenden de aquellos profesores a los que aman.
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