Artículo de Antonio Lara Ramos en Ideal.
Asistimos a un cambio de orden mundial de recorrido impredecible. El que trajo fascismos y totalitarismos en los años treinta del pasado siglo terminó en una enorme guerra. Hoy contemplamos la reconversión de los valores de la razón que propició la Ilustración, asentados tras la Segunda Guerra Mundial, a pesar de tantas convulsiones y catástrofes humanas acontecidas en los últimos dos siglos: ignominiosa esclavitud, colonialismos e imperialismos, guerras mundiales y otras muchas definitorias del discurrir de la Historia.
No seré yo, como historiador, quien construya el análisis de nuestra época, se encargarán quienes acceden a universidades para formarse como futuros historiadores, o alumnos de la escuela o, acaso, historiadores no nacidos. Los que vivimos el mundo de hoy somos espectadores y protagonistas de la Historia, como definía hace un siglo Lucien Fevbre al hombre. Nosotros, experimentadores de los hechos, quizás nos dejemos llevar por el corazón.
La verdad en la Historia no existe, pero se aproxima cuando recurre a fuentes contrastadas y visiones interdisciplinares. En la investigación histórica no caben la opinión ni conjeturas o suposiciones, estas y el intrusismo la han dañado. En el tráfago de la búsqueda de la verdad histórica estamos mediatizados por la subjetividad, como expresaba Paul Ricoeur en su Historia y verdad: “Existe una subjetividad buena y una mala, y esperamos distinción de la buena y la mala subjetividad por el ejercicio mismo del oficio de historiador”.
En nuestro tiempo las relaciones internacionales han cambiado de paradigma o están en crisis: Derecho y tribunales internacionales saltando por los aires, igual que el ordenamiento humanitario —Declaración de Derechos Humanos—, organizaciones supranacionales en crisis —ONU, Unión Europea, etc.— o la economía globalizada colapsada frente a la sacudida de los aranceles impuestos por Estados Unidos. Mientras, el mundo rigiéndose por la ley del más fuerte, sin normas de Derecho, ni equilibrios multilaterales, solo imponiéndose con descaro violencia, guerra y explotación.
Antes también ocurría, pero percibimos nuevas crónicas basadas en variables ideológicas segregacionistas y autoritarias conectadas a ambiciones personales e intereses geoestratégicos, políticos y económicos. Solo la Historia arrojará luz pasado el tiempo. Ahora, en el fragor de tantas batallas, cuando se entrecruzan discursos, soflamas o quimeras en este tiempo de bulos, desinformación, mentiras elevadas a categoría de ‘verdades’, de negacionismo climático, racismo o xenofobia, se imponen narrativas que tergiversan la realidad para acabar con el Estado del bienestar, la multiculturalidad o los derechos humanos, ajenas a cualquier análisis histórico sustentado en la razón.
Hiroshima y Nagasaki forman parte de la barbarie humana que atraviesa la Historia. Se ha cumplido el octogésimo aniversario del lanzamiento de aquellas dos bombas atómicas que fulminaron la vida de más de doscientos mil inocentes: ‘Little Boy’ —6/agosto/1945 desde el bombardero Enola Gay, 16 kilotones de potencia— y ‘Fat Man’ —desde el Bockscar, tres días después, 21 kilotones—. El promotor: el deshonrado presidente Harry Truman de EE UU, quien quiso justificar su infamia: “La usamos para acortar la agonía de la guerra, para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes estadounidenses”, en una supuesta invasión terrestre. Y añado: acaso fue para realizar la prueba definitiva, sin ensayos, con ‘cobayas’ humanas. Eisenhower, siguiente inquilino de la Casa Blanca, años después diría: “Los japoneses estaban listos para rendirse y no hacía falta golpearlos con esa cosa horrible”. Más tarde, historiadores como Mark Selden —La bomba atómica: voces de Hiroshima y Nagasaki—, señalaría que las bombas no fueron determinantes para la rendición, Japón había sufrido bombardeos, destrucción de ciudades y la pérdida de casi medio millón de vidas, solo demoraba esa claudicación —buscando la intermediación de la Unión Soviética— para obtener, no una rendición incondicional, sino algunas concesiones, como protección al emperador.
Después la guerra de Vietnam estuvo sometida a una sesgada propaganda para suavizar la masacre y el uso de bombas químicas empleadas indiscriminadamente contra población indefensa. Al presidente Nixon, un tipo sin escrúpulos, de nada le sirvió la propaganda frente al posterior dictamen de la Historia. Esto le ocurrirá a Netanyahu, será recordado como criminal de guerra, de nada le valdrán las acusaciones de antisemitismo a quienes critican el genocidio que perpetra en Gaza. Tampoco salvó la Historia a Hitler del holocausto del pueblo judío, y explicará lo que ocurre en Ucrania o Gaza, pero también en el Sahel o la deriva dictatorial en Latinoamérica —acaso extendida a EE UU—, frente a los relatos construidos por tiranos para justificar sus acciones.
La Historia no miente si se escribe con perspectiva, investigación y análisis histórico global, como apuntaba Febvre en Combates por la Historia, por historiadores honestos, sujetos a una deontología profesional que les haga basarse en las fuentes historiográficas. Mienten, en todo caso, los aficionados, los sediciosos que buscan tergiversar el discurso histórico para confundir al lector y construir relatos tendenciosos, parciales y orientados a la especulación y la confusión del hecho histórico.
Algún día los libros de Historia hablarán de genocidio en Gaza como hablan del holocausto judío perpetrado por los nazis. Y algún día compararán a Netanyahu con Hitler, o a Putin con el serbio Slobodan Milosevic. De nada valdrán las palabras de Netanyahu comparando el grito de ‘Palestina libre’ con el ‘Heil Hitler’, ni justificando la ocupación como liberación o los asesinatos a manos de soldados israelíes de diplomáticos, periodistas, voluntarios de ONGs, de niños en hospitales o en las colas del hambre, de indefensos ciudadanos sin rumbo, cargados de escasos enseres y montando burros o carros, como ‘accidentes de guerra’.
*Artículo publicado en Ideal, 20/08/2025.
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